Editorial 560 - La guerra espiritual y la lucha cotidiana
- Cuerpo Editorial
- 25 ene
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Que la gracia, paz y amor del Señor Jesucristo sea en todos ustedes, amados hermanos, en su espíritu, amén.
A veces como creyentes asumimos una postura errónea sobre lo que es la vida espiritual en Cristo. Esto tiene que ver con nuestras aspiraciones personales, creencias, usos y costumbres y pues, duele decirlo, lo que las teologías al interior de las congregaciones promueven como verdades, pero son solo meras suposiciones dogmáticas.
La vida en Cristo no es una vida llena de lujos, placeres, excesos, poder, fama, dinero y felicidad como el mundo la pregona. Es una vida maravillosa, plena, verdadera y real. Pero tiene sus batallas, luchas y guerras que todo creyente debe saber tiene que enfrentar a lo largo de su vida en lo que es llamado a dormir para luego ser resucitado.
Las guerras espirituales son aquellas pugnas entre las huestes de Dios con los demonios por objetivos específicos para hacerlos caer, hacerles daño y destruirlos. Son a quienes el Señor consagra como eunucos o vírgenes, viudas y tienen misiones específicas de oración, predicación, establecimiento de nuevas congregaciones y evangelización. Estos hermanos reciben el privilegio de confrontar a personas engañadas y padecen en la carne los flagelos que nuestro Señor sufrió, prueba de ellos tenemos a los apóstoles y evangelistas.
Las batallas son contra el mundo y el diablo que cada creyente tiene a diario. Cada vez que abrimos los ojos, nuestra conciencia se activa y comienza ese contraste de visión: seguir a Cristo o caer seducidos a lo que el mundo ofrece, o bien, resistir al diablo para que huya de nosotros o ser envenenados por sus insidias y dardos de malos pensamientos, aquí tenemos que tener la fortaleza del Espíritu Santo para que en esos momentos seamos fuerte y no caigamos en debilidad.
Y las luchas son internas, es decir, contra la carne y sus placeres, añoranzas, concupiscencias, arrebatos, rebeldía y su porción de maldad que cada ser humano que confiesa el nombre de nuestro Señor y Salvador también tiene que enfrentar a diario. Cosas que creemos merecer, que exigimos tener, nos obstinamos en poseer, hacer o estar, deleites que constituyen un vicio potencial, un deseo casi irresistible e irrefrenable que nos toma a veces en curva por estar en asuntos terrenales y puede que nos tome baja la guardia. En estos casos, la renunciación, la santidad y la oración en el Espíritu para ser obedientes es el mejor antídoto para dichas situaciones.
No somos perfectos, no somos buenos, pero caminando en el camino del Señor Jesús guiados por el Espíritu Santo y obedeciendo sin chistar la palabra de Dios es como somos perfeccionados, la vieja criatura fenece y la nueva criatura emerge, somos liberados gradualmente de ese flagelo llamado debilidad y nos consagramos hijos amados de Dios por el amor y gracia de nuestro Señor Jesucristo.
Así que, seamos prudentes en cuanto a que confesar el nombre del Señor no nos hace puritanos ni la falsa percepción de moralismos perfeccionistas o religiosos esclavizados en dogmas que hombres perversos introducen para precisamente minar la fe y el amor y dejar todo en obras infructuosas, pues muchos creen que al instante dejamos de pecar y no, debemos aprender a ser perfectos, es como si esperamos de un recién nacido se gradúe de la universidad y ya tenga empleo.
Todo tiene su tiempo y la perfección llega con la aprobación adecuada. Así como en la academia somos examinados con pruebas para determinar la suficiencia de conocimientos, así en el ámbito espiritual, como lo mencionó el apóstol Pablo, es necesario que pasemos por el fuego para quemar la paja (lo inútil o malo de nosotros) y quede lo valioso: un alma libre de ataduras mundanas.
Por eso la oración continua, porque ya sea que estemos en una guerra, en medio de una batalla o en ejercicio activo de una lucha, cimentados en la sana doctrina de nuestro amado Señor Jesucristo todo saldrá bien y la victoria estará de nuestro lado.
Que el amor, la gracia y paz del Señor Jesucristo sea en su espíritu, queridos lectores, amén.
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