Editorial 584 - Nuestro primer amor
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- 12 jul
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Actualizado: 13 jul
Amados hermanos nuestros, que la paz, gracia y amor del Señor Jesucristo sea con ustedes, en su espíritu, amén.
En las etapas iniciales de la existencia de todo ser humano se tienen experiencias con el amor. En la mayoría de los casos, al tener una madre que acoja entre sus brazos al recién nacido. En otros al padre, tutor o familiares, amigos cercanos o a la partera o enfermeros a cargo del trabajo de recibir a un nuevo ser humano.
Luego, cuando se abren los ojos, se observa y siente el amor rodeando a la criaturita en desarrollo. Con una sola vez, ese destello, esa experiencia es nuestro primer amor. Como se sabe, no hay relación humana perfecta y tanto la madre, padre, padres, abuelos tíos, hermanos o parientes comienzan a degastar esa primera imagen perfecta con el desengaño y la vida misma con el crecimiento y el conocimiento del mal de la carne.
Sin embargo ese primer amor comienza en la pubertad cuando un ser humano adolescente por primera vez tiene una fijación en otro ser humano, sonríe, y tras esa sonrisa un cúmulo de pensamientos e ideas surgen para crear mundos maravillosos donde otra vez, todo es perfecto, hasta que la aguja de la realidad revienta ese universo interior imaginado y no es como ese ser humano creía.
Y así, el amor, en todas sus facetas es apagado por el mundo, por la carne y por la maldad de cada persona consciente y que respira.
Sin embargo, hay un primer amor cuya primera experiencia abarca casi todo el abanico de emociones. Es inolvidable y único. Se trata cuando uno reconoce la oferta que Dios da de reconciliación a través del evangelio de nuestro Señor Jesucristo, predicado desde hace 1995 años en la figura humana llamada Jesús, el Hijo de Dios hecho carne cuya persona misma en esta Tierra es muestra de un amor infinito y perdura hasta hoy.
Cuando un gentil oye, cree y se acepta, ese amor cunde por cada célula y mucho gozo, tristeza, alegría, locura, emoción y energía fluyen al instante. Un cambio hay. De pronto, la soledad deja de ser, la ignorancia se halla desterrada y urge un deseo de hacer llegar ese fuego que prende el horno que vivifica nuestro ser a todos nuestros seres amados, los otros amores.
Esa chispa que comienza como una flama, con el tiempo crece y llega a ser un fuego que consume nuestro ser, quema lo malo y deja lo bueno, provoca que seamos fieles, estemos vivos y discernamos.
Y la ventaja de este primer amor es que no es imperfecto y no existe aguja que pinche y nos haga despertar, porque no estamos dormidos sino despiertos y conscientes.
Dormimos, despertamos y ese primer amor sigue, nos fortalece y nos ampara en momentos de dureza, pobreza, presión, enfermedad, agobio y desesperanza.
Ese amor primero, conocer a Jesucristo nos acompaña durante el resto de nuestra vida y alguna vez, estaremos llenos de gozo, en otra lloraremos de alegría y en algunas veces más confirmar nuestro llamamiento a vivir y no morir. No hay humano, condición, situación o requisito que nos arrebate eso.
Nuestro primer amor es lo que debemos aprender a compartir. Ese anhelo de que el prójimo a quien amamos y preferimos sea el siguiente de acompañarnos en este sentir único y especial no nos toca a nosotros darlo, sino mostrarlo y quizá ellos vean y como nosotros crean y quieran vivirlo y mantenerlo. Hay que orar con fe para que este primer amor llegue en ellos y el resto, es historia y obra hecha por Dios Padre en Su potestad y misericordia.
Que el amor y la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea en ustedes, amados hermanos, amén.




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