Si quieres, puedes limpiarme.
- Cuerpo Editorial

- 8 nov
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Amados hermanos nuestros: que la paz, gracia y amor del Señor Jesucristo sea con ustedes, en su espíritu, amén.
En el último pasaje del prolífico primer capítulo del evangelio inspirado a ser escrito por el hermano Marcos bajo la supervisión del Espíritu Santo, vemos cómo nuestro Salvador y Maestro comenzaba a lidiar con la naturaleza humana.
Marcos 1:40-45 expone el suceso ocurrido y las consecuencias obtenidas tras el accionar de un leproso quien interactuó con Cristo como sigue:
40 Vino a él un leproso, rogándole; e hincada la rodilla, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme. 41 Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio. 42 Y así que él hubo hablado, al instante la lepra se fue de aquel, y quedó limpio. 43 Entonces le encargó rigurosamente, y le despidió luego, 44 y le dijo: Mira, no digas a nadie nada, sino ve, muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación lo que Moisés mandó, para testimonio a ellos. 45 Pero ido él, comenzó a publicarlo mucho y a divulgar el hecho, de manera que ya Jesús no podía entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera en los lugares desiertos; y venían a él de todas partes.
Este pasaje presenta dos aristas de interpretación que pudieran ser mutuamente excluyentes; sin embargo, la sabiduría espiritual nada tiene que ver con la lógica humana y es por eso que religiosos, estudiosos, filósofos y moralistas chocan contra lo que el Espíritu revela a los hijos espirituales de Dios esparcidos por todo el orbe.
Pueden destacarse entonces estas situaciones:
a) El mandato expreso de Cristo a obedecer un específico mandamiento de testimonio
b) La desobediencia animosa de dar a conocer el hecho de sanación que luego no permitió Cristo entrase a la ciudad tan abiertamente.
El acto de fe por parte de este leproso es manifiesta: oye que existe Jesús, sana a quien se lo pide y que es bueno. Entiende que no quiere vivir más así: enfermo, andrajoso, apartado y muerto en vida.
Luego, desde el lugar de miseria donde se encontraba, sale en su búsqueda y le halla. ¿Por qué le busca? Porque él cree y sabe que él es digno de ser sanado. No quiere ser como los otros leprosos con quienes convive: quiere ser libre de esa podredumbre. Por sus propios medios nunca dejaría ser leproso, así que, tras oír las maravillas hechas por ese hombre profeta, no le importa lo que piensan los demás y se guía por las referencias de la gente en la ubicación de este hombre.
Ya viéndolo no le pregunta, no le saluda, pero sí le reconoce y se humilla con todo su corazón, su alma y sus fuerzas, de manera humilde se pone a su disposición de su poder sanador. Sabe que nada bueno tiene que ofrecer: solamente la pureza de su fe, la total energía de su fuerza y el conocimiento pleno de que él es grande y poderoso. Pone su salud a la voluntad de aquél predicador, quien le contesta que sí quiere que sea sano y así fue de inmediato. Nada físico hizo Jesús, más que dar sonido audible: nada hizo o dijo el leproso, solamente arrodillarse en cuerpo y alma.
Y es aquí donde viene lo interesante: Jesús, tras tener misericordia de él y recompensar su fe con sanidad, le hace un encargo: cumplir con la ley de Moisés -no porque estuviera Cristo atado a ella- debido a que había de dar testimonio.
El mostrarse ante el sacerdote, supone hacer ver que la sanidad es una obra de Dios y no del hombre, la misericordia, amor y esperanza trascienden muros, ritos y espacios y ahora Dios cumplía cabalmente con las profecías dichas a los antiguos. Era que los rabinos, tras escuchar su mensaje y ver su nueva realidad, escudriñasen las escrituras para comprobar que el tiempo de visitación había llegado.
Siguiendo la linealidad de la orden, con discreción pudo haberse llegado a este orden de ideas.
No obstante, el hombre no oyó la única instrucción que su sanador le dio, sino que hizo exactamente lo contrario: anunció a todos el milagro hecho hacia él y quería que todos lo viesen. El efecto: Jesús se vio impedido de estar con libertad dentro de la ciudad y para no ser aprisionado por la muchedumbre, desde afuera atendía a todos los que iban a él.
No se le imputa pecado a ese hombre de no acatar una orden expresa, sino que comprueba que la humanidad es rebelde y que esto propició la ruptura entre la fe y la religión.
La otra arista a observar por medio del Espíritu es que Cristo es libre y enseña libertad. Entrar nuevamente en la ciudad es entrar en engaños de religión, dogmas de hombres y cofradías que lucran indebidamente con la fe.
Por esto, fue permitido que el hombre dijera todo lo que sabía y no cumpliese con esa encomienda. Al final, el mismo Cristo rompería más adelante con esta farsa de religión y por tanto, es orgánico y naturalmente espiritual dar voces del poder de Cristo hecho a sus salvos.
Nadie puede tener a Cristo si no sale de la ciudad de su comodidad hacia el desierto de la fe.
Cristo está fuera de toda religión. No entra porque él es vida eterna, no dogma religioso.
En Cristo somos movidos a anunciar las grandes cosas que él ha hecho en nosotros. Y así, en ese tenor damos voces de que él es el Hijo del Dios Vivo y nosotros lo adoramos y amamos.
Quien desee ser libre, salvo y con propósito de vida eterna, debe actuar como este leproso, ahora un sano hombre.
Que la paz, gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo sea en todos ustedes amados lectores, amén.




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